Érase una vez un mundo en el que aparecieron gigantes de cristal y granito. Se alzaron desgarrando y destrozando tierra y roca, abriéndose paso hasta que sus raíces se internaron en las profundidades del planeta, devorando toda vida a su alrededor. Sus cuerpos estaban surcados de cemento y metal oxidado. Sus venas bombeaban pútridos lodos negros. Sus pulmones, llenos de vapor, expulsaban asfixiantes nubes de humo y llamas, viciando el aire mientras sus terribles apéndices rasgaban el mismísimo cielo. Con el paso de los años, a medida que estos horrores crecían más allá de toda razón, partes de sus cuerpos morían y se desprendían. A menudo canibalizaban sus propias extremidades muertas y las reemplazaban por otras. Sin embargo, otras veces las abandonaban a su suerte.